Me encontré con Walter Almeida en las oficinas de la Mineraoira Bettelstein, en un rascacielos cerca de la Plaza de la Estación, a las seis de la tarde. La idea era tener una cena de negocios para intercambiar información sobre nuestras respectivas compañías y tantear distintas posibilidades de asociación. Es un tipo culto, de modales refinados, con los que suple su falta absoluta de pericia técnica. Recorrimos cinco o seis pubs, tal vez más, bebiendo bastante, hablando mucho y comiendo poco. Lo más contundente fueron unos pãos de queijo deliciosos en un local con decoración minimalista y público de aire cosmopolita y aspecto atildado, en el que mi anfitrión intentó infructuosamente que ligásemos con un par de mozas longuilíneas. A las tres y media de la noche mencioné la conveniencia de pensar en la retirada, a lo que mi colega respondió con alegre rotundidad que aún no habíamos cenado. Temí acabar haciéndolo en un insufrible after-hours, comiendo alguna porquería semisintética, rodeado de noctámbulos hiperestimulados.
El restaurante que Walter había escogido era una casa de estilo colonial, en una esquina de una gran plaza. Había una iglesia del otro lado. Obá! Había errado por completo la previsión: macarrones. Sorprendente, este Walter.
Cuando bebo de más pierdo mi precaución habitual. En aquel contexto, después de tantas copas y horas de conversación, Walter Almeida me pareció merecedor de toda mi confianza. Temeraria y desvergonzadamente le pregunté por el comercio de piedras. Fue elegantemente evasivo. La Bettelstein, dijo, se dedica en exclusiva al hierro. Aún así, me habló con discreción aséptica de las dificultades para entrar en el muy controlado comercio legal, y de los peligros de hacerlo en el turbio y arriesgado comercio clandestino. Después, habló el resto de la noche de fútbol. En BH hay dos grandes equipos: el Atlético Mineiro y el Cruzeiro. Él es cruzeirense.
Al salír del restaurante, me llevó a casa en su coche y, en el momento de despedirnos, anotó algo en un pedazo de papel. Me lo dió doblado y, con una sonrisa de actor británico, me advirtió que él no sabía nada del asunto. Compuse la mejor cara que supe para aparentar entender sobradamente a qué se estaba refiriendo y resistí la tentación de desdoblar el papel allí mismo para ver si comprendía algo.
Permanecí en la acera, cortés, aguardando que arrancase y, cuando su BMW desapareció detrás de la esquina, abrí la nota. Había, escrito con una caligrafía un tanto afectada, un número de teléfono y un nombre: Otacílio.