Algunos atardeceres de mar calmo una manada de cetáceos oscuros se acercaba a la casa desde el horizonte del Norte, convocados por la música del violonchelo, que parecían oír desde la distancia. La mujer, incluso sin verlos, intuía la llegada de los cetáceos, a pesar de que su nadar era silencioso y pausado. Tal vez fuese capaz de percibir algún cambio sutil en el ondular de las aguas. Danzaban alrededor del islote y el líder de la manada acostumbraba a poner fin a su coreografía con un gran salto frente a la escalinata que la mujer contemplaba siempre maravillada y emocionada, rito asombroso que se repetía sin perder un ápice de intensidad desde aquel otro atardecer, al poco de llegar a vivir en aquella casa, en que ella interpretó su música por vez primera ante la infinitud del Océano y los oscuros danzantes llegaron desde el Norte para quedar para siempre comprometidos en aquella ceremonia de ocaso y música. Aquel gran salto marcaba el fin de la visita, y su marcha, invariablemente, la llegada del crepúsculo.